EL VIEJO COMUNERO.



EL VIEJO COMUNERO


Lauro Mafla, comunero viejo de estatura mediana y anguloso rostro tallado por los vientos andinos, nativo de Cochasquí, de niño sirvió con la peonada en las diferentes haciendas del sector, fue creciendo en la lenta lucha de la reivindicación de los pueblos indios, se formo como un líder entre los suyos, sus palabras eran las mismas que las de su padre y abuelo, que hablaban del amor a la tierra, la importancia del  agua, de las antiguas tradiciones que se habían trasmitido por siglos, voz a voz, memoria a memoria, como única herencia, ya que quinientos años atrás los falsos Viracochas, en el holocausto que significo la conquista, habían determinado, que ellos, los indios como una raza vencida no tenían derecho a nada más.

Poseedor de la sabiduría “Quitu – Cara”, era de los últimos que aún comprendían el lenguaje de las estrellas, podía leer las nubes desde las grandes Pirámides construidas por sus antepasados en Cochasqui, fijaba sus ojos en el horizonte, mirando hacia el gran Cotopaxi, día tras día, buscando las señales propicias para fijar los días de siembra, de cosecha, de caminar hacia la cascada para purificarse, de honrar a sus muertos, conversando con ellos y buscando consejo.

Luchó contra la explotación de los hacendados, por la legalización de la tierra comunitaria, para que sus hijos tengan derechos a la educación, por la salud, en interminables días de ir a la capital de oficina en oficina, donde ni bien llegaba ya le empezaban a tratar mal,- quítate el sombrero - , - límpiate las patas antes de entrar, indio igualado- era el trato cotidiano, Lauro Mafla que poseía un gran conocimiento sobre la naturaleza del mundo y el universo, con infinita paciencia callaba ante tanto ignorante que detrás de un escritorio traficaba con las necesidades de su pueblo.

Años pasaron en este trajín, fue dejando su juventud entre los soles y las horas perdidas de los interminables laberintos burocrático de un sistema que aún no había podido doblegarle, a diario se levantaba al rayar el alba, a trabajarle al campo, al que íntimamente consideraba su mujer que fecundada daba el fruto propicio, cuatro de la mañana una agüita de machica endulzada con panela y dale a caminar entre el monte a tolar, a desyerbar, a sangrarle a los pencos el mishque esa savia dulce que fermentada se transformaba en el guarango, bebida ritual que consumía para adormecerse en un tibio sopor donde las imágenes de épocas pasadas y antiguas voces acudían  hacia su mente, en el dialogo eterno con los orígenes.

Constructor de pingullos y tambores de tronco de chaguarquero y piel de chivo, en las fiestas grandes de la comuna resucitaban los ritos y celebraciones al son de la música y el baile, el cual tenía el fuerte sonido de las marchas nativas guerreras o los melancólicos ritmos indios del amor.

Lauro salio una mañana temprano, estaba invitado a la gran asamblea comunitaria para el canal de riego que durante tanto tiempo fue su sueño, parecería que ahora por fin, luego de más de treinta años se lo terminaría.

Al cruzar la calle, no supo que paso… de pronto se vio en el aire dio tres o cuatro vueltas antes de impactarse al piso, su cabeza frágil se partió en el asfalto, llamando la atención de muchos curiosos que se arremolinaban a ver al viejo soñador al que minutos antes le atropellara un carro fantasma.

Lauro empezó a oír las música de sus abuelos, las quenas, los bombos y tambores, distantes y dulces invitándole a unírselos en aquella danza eterna de la muerte…alguien de la multitud persignándose dijo conocerlo, aún con vida fue trasladado de hospital en hospital, de su pueblo natal hacia la capital, nada se pudo hacer o no se hizo, el médico expreso: - en mala hora han llegado, si venían cinco minutos antes se salvaba –, Lauro por falta de adecuada atención o quizás simplemente porque ya Dios le llamaba, exhalaba su último suspiro.

En la comuna de Cochasquí se organizo el velorio, en una sala pequeña de la que había sido su casa, apiñados nos encontrábamos sus amigos, sus deudos, los parientes, ante el féretro que contenían sus restos, tomando un canelazo para atajar al frío y las penas, comentando: - que si hasta ayer lo vi muy bien - ahora esta mejor que nosotros -, tantas y tantas triviales frases, que ocultaban el no querer decir nada, el olvidarse de todo, detener el tiempo un momento antes de su muerte para poder contemplar su profunda mirada y con un abrazo fraterno decirnos hasta pronto…

¡Carajo… el Lauro se nos ha muerto y sin darnos cuenta con el fallece un poco de cada uno de nosotros!



AUTOR: JUAN ACOSTA SALAZAR